Tirano Banderas (1926)
Prólogo
I
Filomeno Cuevas, criollo ranchero, había
dispuesto para aquella noche armar a sus
peonadas con los fusiles ocultos en un
manigual, y las glebas de indios, en difusas
líneas, avanzaban por los esteros de Ticomaipú.
Luna clara, nocturnos horizontes profundos de
susurros y ecos.
II
Saliendo a Jarote Quemado con una tropilla
de mayorales, arrendó su montura el patrón, y
ala luz de una linterna pasó lista:
—Manuel Romero.
—¡Presente!
estas bolucas somos
baqueanos.
El patrón repasó el listín:
—Benito San Juan.
—¡Presente!
—¿Chino Viejo te habrá puesto al tanto de
tu consigna?
—Chino Viejo no más me ha significado
meterme con alguna caballada por los rumbos
de la feria y tirarlo todo patas al aire. Soltar
algún balazo y no dejar títere sano. La consigna
no aparenta mayores dificultades.
—¡A las doce!
—Con la primera campanada. Me
acantonaré bajo el reloj de Catedral.
—Hay que proceder de matute y hasta lo
último aparentar ser pacíficos feriantes.
—Eso seremos.
—A cumplir bien. Dame la mano.
Y puesto el papel en el cono luminoso de la
linterna, aplicó los ojos el patrón:
—Atilio Palmieri.
—¡Presente!
Atilio Palmieri era primo de la niña
ranchera: Rubio, chaparro, petulante. El
ranchero se tiraba de las barbas caprinas:
—Atilio, tengo para ti una misión muy
comprometida.
—Te lo agradezco, pariente.
—Estudia el mejor modo de meter fuego en
un convento de monjas, y a toda la comunidad,
en camisa, ponerla en la calle escandalizando.
Ésa es tu misión. Si hallas alguna monja de tu
gusto, cierra los ojos. A la gente, que no se
tome de la bebida. Hay que operar violento, con
la cabeza despejada. ¡Atilio, buena suerte!
Procura desenvolver tu actuación sobre los
límites de medianoche.
—Conformo, Filomeno, que saldré avante.
—Así lo espero: Zacarías San José.
—¡Presente!
—Para ti ninguna misión especial. A tus
luces dejo lo que más convenga. ¿Qué
bolichada harías tú esta noche metiéndote, con
algunos hombres, por Santa Fe? ¿Cuál sería tu
bolichada?
—Con solamente otro compañero
dispuesto, revoluciono la feria: Vuelco la barraca de las fieras y abro las jaulas. ¿Qué dice
el patrón? ¿No se armaría buena? Con cinco
valientes pongo fuego a todos los abarrotes de
gachupines. Con veinticinco copo la guardia de
los Mostenses.
—¿No más que eso prometes?
—Y muy confiado de darle una sangría a
Tirano Banderas. Mi jefesito, en este alforjín
que cargo en el arzón van los restos de mi
chamaco. ¡Me lo han devorado los chanchos en
la ciénaga! No más cargando estos restos, gané
en los albures para feriar guaco, y tiré a un
gachupín la mangana y escapé ileso de la
balasera de los gendarmes. Esta noche saldré
bien en todos los empeños.
—Cruzado, toma la gente que precises y
realiza ese lindo programa. Nos vemos. Dame
la mano. Y pasada esta noche sepulta esos
restos. En la guerra el ánimo y la inventiva son
los mejores amuletos. Dame la mano.
—¡Mi jefesito, estas ferias van a ser
señaladas!
—Eso espero: Crisanto Roa.
—¡Presente!
Era el último de la lista y sopló la linterna el
patrón. Las peonadas habían renovado su
marcha bajo la luna.
III
El Coronelito de la Gándara, desertado de
las milicias federales, discutía con chicanas y
burlas los aprestos militares del ranchero:
—¡Filomeno, no seas chivatón, y te pongas
a saltar un tajo cuando te faltan las zancas! Es
una grave responsabilidad en la que incurres
llevando tus peonadas al sacrificio. ¡Te
improvisas general y no puedes entender un
plano de batallas! Yo soy un científico, un diplomado en la Escuela Militar. ¿La razón no
te dice quién debe asumir el mando? ¿Puede ser
tan ciego tu orgullo? ¿Tan atrevida tu
ignorancia?
—Domiciano, la guerra no se estudia en los
libros. Todo reside en haber nacido para ello.
—¿Y tú te juzgas un predestinado para
Napoleón?
—¡Acaso!
—¡Filomeno, no macanees!
—Domiciano, convénceme con un plan de
campaña que aventaje al discurrido por mí, y te
cedo el mando. ¿Qué harías tú con doscientos
fusiles?
—Aumentarlos hasta formar un ejército.
—¿Cómo se logra eso?
—Levantando levas por los poblados de la
Sierra. En Tierra Caliente cuenta con pocos
amigos la revolución.
—¿Ése sería tu plan?
—En líneas generales. El tablero de la
campaña debe ser la Sierra. Los llanos son para
las grandes masas militares, pero las guerrillas y
demás tropas móviles hallan su mejor aliado en
la topografía montañera. Eso es lo científico, y
desde que hay guerras, la estructura del terreno
impone la maniobra. Doscientos fusiles, en la
llanura, están siempre copados.
—¿Fu consejo es remontarnos a la Sierra?
—Ya lo he dicho. Buscar una fortaleza
natural, que supla la exigüidad de los
combatientes.
—¡Muy bueno! ¡Eso es lo científico, la
doctrina de los tratadistas, la enseñanza de las
Escuelas!... Muy conforme. Pero yo no soy científico, ni tratadista, ni pasé por la
Academia de Cadetes. Tu plan de campaña
no me satisface, Domiciano. Yo, como has
visto, intento para esta noche un golpe sobre
Santa Fe. De tiempo atrás vengo
meditándolo, y casualmente en la ría,
atracado al muelle, hay un pailebote en
descarga. Trasbordo mi gente, y la
desembarco en la playa de Punta Serpientes.
Sorprendo a la guardia del castillo, armo a
los presos, sublevo a las tropas de la
Ciudadela. Ya están ganados los sargentos.
Ése es mi plan, Domiciano.
—¡Y te lo juegas todo en una baza! No
eres un émulo de Fabio Máximo. ¿Qué
retirada has estudiado? Olvidas que el buen
militar nunca se inmola imprudentemente y
ataca con el previo conocimiento de sus
líneas de retirada. Esa es la más elemental
táctica fabiana: En nuestras pampas, el que lucha cediendo terreno, si es ágil en la maniobra
y sabe manejar la tea petrolera, vence a los
Aníbales y Napoleones. Filomeno, la guerra de
partidas que hacen los revolucionarios no puede
seguir otra táctica que la del romano frente al
cartaginés. ¡He dicho!
—¡Muy elocuente!
—Eres un irresponsable que conduce un
pifio de hombres al matadero.
—Audacia y Fortuna ganan las campañas, y
no las matemáticas de las Academias. ¿Cómo
actuaron los héroes de nuestra Independencia?
—Como apóstoles. Mitos populares, no
grandes estrategas. Simón Bolívar, el primero
de todos, fue un general pésimo. La guerra es
una técnica científica y tú la conviertes en
bolada de ruleta.
—Así es.
- Posiblemente! No soy un científico, y
estoy obligado a no guiarme por otra norma que
la corazonada. ¡Voy a Santa Fe, por la cabeza
del Generalito Banderas!
—Más seguro que pierdas la tuya.
—Allá lo veremos. Testigo el tiempo.
—Intentas una operación sin refrendo
táctico, una mera escaramuza de bandolerismo,
contraria a toda la teoría militar. Tu obligación
es la obediencia al Cuartel General del Ejército
Revolucionario: Ser merito grano de arena en la
montaña, y te manifiestas con un acto de
indisciplina al operar independiente. Eres
ambicioso y soberbio. No me escuches. Haz lo
que te parezca. Sacrifica a tus peonadas.
Después del sudor, les pides la sangre. ¡Muy
bueno!
—De todo tengo hecho mérito en la
conciencia, y con tantas responsabilidades y
tantos cargos no cedo en mi idea. Es más fuerte
la corazonada.
—La ambición de señalarte.
—Domiciano, tú no puedes comprenderme.
Yo quiero apagar la guerra con un soplo, como
quien apaga una vela.
—Y si fracasas, difundir el desaliento en las
filas de tus amigos, ser un mal ejemplo!
—O una emulación.
—Después de cien años, para los niños de
las Escuelas Nacionales. El presente, todavía no
es la Historia, y tiene caminos más realistas. En
fin, tanto hablar seca la boca. Pásame tu
cantimplora.
Tras del trago, batió la yesca y encendió el
chicote apagado, esparciéndose la ceniza por el
vientre rotundo de ídolo tibetano.